Me gusta la bicicleta porque a diferencia de otros medios de transporte requiere de cierto esfuerzo físico (y a veces destreza) del ciclista para desplazarse. En ese sentido podría comparársela con los patines. Y en otro sentido uno podría afirmar que la bici viene a ser una versión inanimada del caballo.
Mi primera bicicleta fue roja, de las más chicas, con rueditas. En realidad no era mía sino que ya estaba en casa, había sido de mis hermanas. En esa aprendí a andar, primero en el garage, después en el patio, por último en la calle.
Después vino una verde, mediana, nueva, que me regalaron para Reyes. Fue la primera bicicleta que fue realmente mía, y por eso es quizás la más memorable. Con esa aprendí a andar de verdad, sin las rueditas de auxilio, y también me pegué el golpe más fuerte que recuerdo: iba a toda velocidad por la calle de mi casa, no sé qué pasó pero aterricé con la cara en pleno asfalto. Un rato más tarde, cuando se me deshinchó un poco la cara, se dieron cuenta de que me faltaba un diente y lo fueron a buscar al lugar de los hechos. Ahí estaba.
Después vino una rosa, de paseo, ya de tamaño adulto, a la que le puse nombre (Martina), y era la que me llevaba a todos lados cuando tenía más o menos quince años.
Por último tuve otra verde, playera esta vez, que me compré con mis ahorros y me duró poco: me la robaron de la puerta de la escuela cuando iba a cuarto año del secundario (la "sensación" de inseguridad también existía en 1997).
Después no tuve más bicicletas. Creo que ahora me dieron ganas de tener otra: me imagino una de esas antiguas, recicladas, quizás de color amarillo o rojo, con bocina y canastito. Una bici nueva para salir a andar por las calles de Azul y sentir el frío en la cara y en las manos, para volver a tener esa sensación hermosa de dejar de pedalear y sentir que uno sigue avanzando.
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Póster publicitario "Gladiator Cycles", 1895 |